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10/1/11

Entre polisaurios y mascachicles

Hace tanto como dos décadas, cuando me encontraba trabajando, tuve la tarea de hacer entrega de un paquete de llaveros al Senado. Así, ni corto ni perezoso, con mi tez salpicada de erupciones adolescentes, mi ropa vaquera de saldo y mis deportivos, me lancé al metro en busca de la estación más cercana al Senado. Un edificio muy moderno para una profesión tan aburrida como la de senador, me dije cuando vi los exteriores de la cámara alta. A las puertas me detuvo un policía nacional al que le quedarían meses para jubilarse, era un tipo que me atravesó con una mirada suspicaz capaz de aflojar esfínteres. Pero como yo iba a trabajar y no a otra cosa, me mantuve con serenidad mientras exploraba el paquete de llaveros que, dicho sea de paso, acerté poco con su envoltorio, porque parecía más un paquete bomba que simples obsequios. Así que el buen profesional me dejó pasar tras la minuciosa exploración. Los tiempos han cambiado y también los modos. Hace poco vi a un jovenzuelo policía apoyado en el coche patrulla, sin la gorra y hablando por teléfono en tono jocoso. La verdad, no imponía respeto ni tampoco aparentaba ser un representante de la ley ni alguien dispuesto a defender la integridad de los ciudadanos. Que se te acerque un policía con gafas fashion mascando chicle parece poco digno del cuerpo, así como verlos hablando por el móvil con la novia, como si tal cosa. Tampoco es preciso llegar al gélido trato de los temidos polisaurios, pero entre un extremo y otro están los miles de buenos policías que muchos nos alegramos de ver por nuestras calles disuadiendo con su presencia.

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