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31/1/11

Mi lengua viperina

Éramos unos críos. Demasiado como para conocer el alcance de nuestros actos y nuestras palabras. Había una muchacha que tenía dos defectos. Uno, le gustaba juzgar a los demás. Dos, tenía una nariz bastante fea. Ella me fue recargando de veneno durante varias semanas a base de señalarme con el dedo y juzgarme sin consideración cada vez que hacía algo, así que tenía que estallar un día u otro. Y llegó el día. Volvió a señalarme, a convertirme en la diana de su dedo acusador ante los ojos y oídos ajenos y no pude contenerme. Se me tensaron los músculos de todo el cuerpo, las aletas de la nariz se me ensancharon, expulsé una exhalación de humo por las fosas nasales y los ojos se me tornaron amarillentos. De mi boca salió un sonido gutural, inteligible pero lento, con voz de ultratumba, como si alguien hubiera reproducido mi voz a velocidad lenta. Y... tú... caaá...lla...teee... cerr...dii...tooo. Salió expontáneo, de mis entrañas, nunca había reproducido semejante vituperio. La víctima de mi veneno de ofidio rompió a llorar desconsoladamente mientras sus amigas hacían lo que podían. Reconozco que sentí un breve instante de placer al comprobar el poderoso efecto de mis palabras, pero no tarde en arrepentirme cuando vi las caras de reproche. Aquello me hizo pensar, me di cuenta de que tenía un poder, pero también de que todo poder conlleva una responsabilidad. De modo que a los pocos días decidí hablar con ella, no le pedí perdón de forma expresa, pero sí traté de entender por qué le habían sentado tan mal mis palabras y ella se sinceró. Cuando me contó que unos medicamentos le habían producido esos efectos indeseados en su rostro, me sentí como un gusano y simplemente me juré que la respetaría en el futuro. Comprendí que los seres magnánimos no son los que ejercen el poder cuando se sienten atacados sino los que, teniendo poder, son capaces de perdonar y ayudar al débil, por más molesto e incordiante que éste pueda resultar.

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