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21/9/11

Manolo Caracol I

   Manolo solo podía presumir de ser un buen carpintero y nada más. No podía presumir de ninguna otra cosa. Nunca había sido buen padre, ni buen marido, como amigo solo llegaba a mediocre y como hombre de hogar era inexistente. Jamás había conocido otro oficio que no fuera el de carpintero. Había nacido y crecido rodeado de gubias, formones, sierras, tornos y barnices. Con trece años comenzó a ayudar a su padre en la carpintería heredada a su vez del abuelo. Y así había crecido. Manolo se había convertido en un gran carpintero. Sabía concentrarse en su tarea sin distracciones. Podía pasar medio día trabajando en la carpintería sin que se acordase de nada más. 
   Cuando murió su padre contrató a dos carpinteros profesionales y a un muchacho como ayudante. Los empleados se encargaban de la maquinaria eléctrica, Manolo de las herramientas manuales. Prefería un cepillo manual a uno eléctrico, un punzón a un taladro o una sierra de mano a una radial. Había crecido escuchando la dulce melodía de las herramientas de mano y detestaba todo lo que sonara a motor. Pero los tiempos habían cambiado y tenía que adaptarse a las nuevas demandas. Cada día aumentaban los pedidos de puertas biseladas a máquina o de armarios contrachapados. Manolo odiaba todo eso porque creía que eran muebles sin alma. No tenían la personalización que le imprimía el toque único e irrepetible de la mano de un carpintero.
   Así fue como recibió la noticia de que su mujer y su única hija habían tenido un accidente de tráfico. Un muchacho del pueblo entró corriendo en la carpintería y llamó con energía a Manolo.
   _¡Manolo, Manolo, tu mujer y tu hija, tu mujer y tu hija!
   Manolo levantó la vista del tablón que estaba laminando, con evidente enfado por el importuno.
   _¿Pero qué haces ahí quieto? ¡Corre a la carretera, que están allí aún!
   Al fin reaccionó Manolo y dejó la tarea a medias. Salió corriendo detrás del vecino. La policía acababa de llegar al lugar y habían acordonado la zona del accidente, pero se podía observar con claridad las causas del accidente. En plena curva había un socavón de aristas vivas que había hecho reventar una de las ruedas del vehículo. En una recta no habría mayores problemas para corregir el trazado del vehículo con una rueda destrozada, pero en una curva tan cerrada era imposible no salirse. El vehículo había quedado atrapado entre el guardarraíl y la calzada, con la mitad de su longitud colgando sobre el precipicio y solo sostenido por un delicado árbol. La policía no dejó que se acercara nadie por miedo a que terminara de caer el vehículo. 
   Tuvieron que esperar a que los bomberos anclaran el vehículo a uno de sus camiones antes de extraer los cuerpos inertes de la mujer y la muchacha. Manolo comenzó a llorar como un niño.
   _No te preocupes, Manolo, que han dicho que están vivas. _trató de consolarlo uno de los vecinos.
   Pasó la noche en el hospital esperando a que despertara su mujer o su hija, pero fue inútil. Ambas estaban en coma. Así que Manolo dejó que los médicos hicieran su trabajo y él se fue a hacer el suyo, el único que sabía hacer. Cada noche, antes de irse a dormir pasaba por el hospital a dar un beso de buenas noches a su pequeña y a su mujer.
   Durante días estuvo aturdido y no respondía a lo que le decían, pero Antonio, uno de sus carpinteros, trataba de hacerlo reaccionar. Manolo, leche, tienes que ir al seguro. Manolo, la leche, tienes que poner una denuncia. Manolo ¿es que no vas a hablar con otros médicos?
   Antonio se convirtió en la voz de su conciencia.
   Manolo hizo todo lo que le decía Antonio pero solo se llevó decepciones. El seguro solo se encargaba de reparar los daños causados a la vía, no cubría ni los daños del vehículo ni indemnización alguna. La denuncia contra la Red de Carreteras tampoco prosperó porque arguyeron que había una señal que anunciaba el socavón y además, las pruebas periciales determinaron que el vehículo circulaba al menos veinte kilómetros por encima de lo permitido. Así que la consternación de Manolo iba en aumento.
   _Manolo, leche, si fuera yo me echaba a la carretera y me iba hasta el ministerio ese a explicarle cuatro cosas _dijo Antonio.
   _Pero a decirle qué, Antonio.
   _¿A decirle qué? A ponerle una recortada en la cabeza a ver si tengo o no tengo razón.
   Manolo no contestó. Pero su indignación le había llevado a pensar cosas similares a aquella.
   _La leche, Manolo, no entiendo cómo puedes quedarte ahí parado mientras tu mujer y tu hija se debaten entre la vida y la muerte en ese hospital. Tienes que hacer algo.
   De ese modo, el plan comenzó a fraguarse en su cabeza, pero no dijo nada a nadie. Ni siquiera a su inclemente compañero.

* * *

   Una mañana Antonio llegó a la carpintería y se la encontró cerrada, algo que no había sucedido jamás. Así que intuyó que había pasado algo. Abrió con su llave y se encontró una nota sobre el banco de trabajo.
Hola, Antonio: He decidido hacer algo como me llevas diciendo. No te voy a entrar en detalles para no meterte en líos. Encárgate de todos los pedidos hasta que vuelva. Que vaya bien. Manolo.
   Por primera vez en medio siglo Manolo amaneció en un lugar distinto a su cama, su casa, su pueblo. Vio el amanecer con enorme tristeza, pero seguro de lo que iba a hacer.


Continúa en Manolo Caracol (II)

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