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20/11/13

La parada de autobús del futuro

Son las ocho y diez de la mañana de algún día de este siglo, en una gran ciudad, que bien pudiera ser París, Toronto o Dubay. Un matrimonio octogenario llega caminando serenamente a la parada de autobús, saben que el autobús no saldrá sin ellos. El trafico es abundante, pero se mueve silenciosamente propulsado por motores eléctricos a través de raíles magnéticos. En la parada se alza una pantalla de información en la que aparece un mapa satélite con la situación de todos los autobuses que arribarán a la parada. También figuran otros datos, como la fecha y la hora, temperatura, humedad, velocidad del viento, aunque casi nadie presta mucha atención a esos datos. Tres niños juegan en los columpios instalados para amenizar el tiempo de espera, una madre aguarda junto a su pequeño, mientras ojea un libro electrónico y los ancianos recién llegados, simplemente disfrutan del paisaje. La estación está erigida en una explanada de granito, con los carriles magnéticos perfectamente delineados, junto a un húmedo parque. El autobús llega silenciosamente y aguarda con paciencia a que todos los pasajeros programados accedan al habitáculo. Es un aparato de líneas sinuosas, con toda su superficie reflectante y un interior amplio y confortable. Los viajeros acceden con calma y saludan al conductor, que en realidad no conduce el transporte, sino que se encarga de comprobar que todo funciona correctamente. Las puertas no se cierran hasta que el lector detecta que ha accedido el último de los viajeros. Ya a bordo, los ancianos consultan la prensa electrónica en una pantalla, mientras la joven madre se sirve un café y los tres muchachos corretean por la moqueta del transporte. A pesar de tratarse de un autobús urbano, no hay más pasajeros a bordo, porque es un transporte de punto a punto, una parada de origen y otra de destino.

10/11/13

El verdugo

El día amaneció nublado, con el aire húmedo y una brisa que anunciaba una tormenta inminente. El verdugo caminó con determinación hacia la tarima, con la cabeza cubierta de negro. Aunque nadie lo notaba, estaba temblando. Era un joven fornido, nacido en la villa vecina, donde nadie imaginaba siquiera que ganaba su emolumento decapitando reos. Su apariencia brutal lo hacía parecer frío e insensible, pero en realidad odiaba su trabajo casi tanto como las victimas que perdían la cabeza bajo su hacha. Sobre la tarima aguardaba un tocón de roble y su monstruoso hacha. 
La plaza expelía el mismo aroma de costumbre, una muchedumbre sedienta de sangre, con talante festivo. Niños sucios, ataviados con harapos mordisqueando chuscos de pan, perros sarnosos huyendo de las pedradas, ancianos contemplando el ambiente desde sus ventanas y delante de todos ellos lo que más inquietaba al joven ejecutor. La familia de la víctima del reo, que aguardaba con resquemor el momento de consumar su venganza. Era aquella mirada fría y determinante lo que más nervioso lo ponía. Con su mirada inquisitiva velaban para que el peso de la ley cayera sobre el criminal.
El reo avanzó torpemente, arrastrado por dos alguaciles. Apenas tenía veinte años, pelo revuelto y rastros de haber recibido varias palizas. No hablaba, no gritaba, no pensaba. Solo negaba. Negaba con la cabeza. Sus pies intentaban caminar hacia atrás, pero la fuerza de sus custodios lo empujaba hacia adelante. Cuando colocaron su cabeza en la muesca del tocón la muchedumbre lanzó una ovación. Se escucharon voces que exhortaban al verdugo a culminar su tarea. "¡Hazlo ya!", "¡Acaba con él!", "¡Que pague lo que le hizo a la pobre muchacha!". El verdugo alzó el hacha con energía, el joven reo giró su cabeza. Los dos jóvenes, reo y verdugo, se miraron los ojos fijamente durante un instante. El verdugo tembló una vez más, miró a la muchedumbre encolerizada, no tenía otra opción. Dejó caer el hacha limpiamente.

6/11/13

El presidente de la comunidad

Sus espuelas resonaban escalera abajo, como un estremecedor augurio del peso de la ley. Unos nudillos callosos golpearon tres veces la puerta de la que procedía la maldita música. Todo quedó en silencio durante unos instantes, mientras los herrumbrosos goznes proferían un grito ahogado. Tras el umbral apareció el chaval, mascando chicle con indiferencia. Una voz cavernosa anunció el título del forajido "soy el presidente de la comunidad" -dijo- "quita esa música" -añadió-. Entonces, como una broma del karma, prorrumpieron los acordes de La walkiria, pero no manaban de altavoz alguno, sino del más allá. Sonaban en el mismísimo cerebro. El chaval, que no había cesado de mascar la impertinente goma, ni había adoptado una postura deferente hacia tan conspicuo visitante, apuntó con el dedo índice a su cara, y con gran desprecio hacia la autoridad le espetó: "date el piro carcamal". La música cesó. Por algún motivo crepitó la última nota como la aguja del tocadiscos al arrancarla con brusquedad del vinilo. El semblante del representante de la ley se desencajó, su maxilar inferior cayó por acción de la gravedad y sus ojos se abrieron de par en par. Las cartucheras se desplomaron ruidosamente sobre las espuelas, orquestando una patética sinfonía metálica. Incapaz de digerir tamaño oprobio, arrugó la frente, frunció el ceño, escupió el tabaco que mascaba y recogió su ceñidor armado. Pero, increíblemente, el chaval no se inmutó. Allí seguía, desafiante, mascando chicle, apoyado en el umbral. La máxima autoridad de la comunidad de vecinos desenfundó ambos revólveres y apuntó directamente al corazón del pendenciero. Cuando el chasquido de los percutores anunció los disparos inminentes, el insolente púber alzó el dedo índice y, con un movimiento arrogante, abatió la puerta, que se cerró de forma estrepitosa ante las narices del insigne. Este quedóse estupefacto, con las armas humeando y dos balas rebotando en el suelo con un sonido que recordaba, para mayor escarnio, al de la carcajada.