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30/10/13

La viuda

Lucía pelo hirsuto, vestidos desgastados, gafas de mil dioptrías y rostro agrietado. Cuando el pobre diablo de su marido aún vivía, él transitaba como el cuco de un reloj de pared, del bar a casa y de casa al bar. Aquella figura marchita se fue deshaciendo como terrón de azúcar en café, hasta que dio con sus huesos en los adoquines y allí se quedaron. La viuda quedóse con dos hijos mayores, malos como demonios. Encarnaciones de los peores vicios paternos y seguro que de alguno materno. La viuda poco agraciada pareció ungida por los aceites de la belleza tardía y no tardó en desprenderse de los luctuosos atavíos ni dos días. Desempolvó el fondo del armario donde aguardaban para la ocasión sus mejores galas, tacones, vestidos abiertos y lentejuelas. La viuda volvió al maquillaje y el perfume que yacían en precario. Con su nuevo lustre paseóse viento en contra, melena al viento, falda traicionera, pavoneándose por aquellos lares, donde el pobre diablo arrastraba su desdicha entre cogorza y cogorza.

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