Lo sé, sé que habiendo tanta gente a quien odiar es absurdo volcar toda la inquina en un colectivo tan huidizo, efímero y apabullante como el de los comedores de pipas. Sé que este hecho me lleva a odiar a casi toda la humanidad, pero habréis de comprender que no es una decisión racional, sino un impulso visceral que emerge de mis entrañas y que me induce a saltar sobre ellos con los ojos inyectados en sangre, las uñas afiladas y los dientes preparados para amputar extremidades. Normalmente me miran con sorpresa cuando les introduzco la bolsa de pipas en la boca y les obligo a comérsela, cáscaras y bolsa incluidas. Trato de hacérselo comprender: tengo que hacerlo, lo siento. Me obligáis a hacerlo. Traga rápido, que en seguida se te pasará el ardor. Lo hago porque no soporto la nula consideración que demuestran ensuciando los suelos públicos, salpicando a los demás con sus detritos o mostrando irrespetuosidad ante el evento que contemplan. Yo no tengo la culpa de esos arrebatos, son sus ruidos de jilguero epiléptico, sus cáscaras despojadas y su asqueroso olor dulzón, los que despierten mis instintos más bajos.
28/4/11
Odio a los comedores de pipas
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